El Espíritu Santo

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Jesús, al ser bautizado por Juan Bautista, experimenta, de una forma clara y concreta, el amor incondicional de su Padre: “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto”.

Jesús, alentado, sostenido y acompañado por el Espíritu Santo, se pone en marcha para anunciar la Buena Noticia de un Dios Padre misericordioso, Amigo y Salvador de todos los hombres y mujeres.

Como Iglesia, también necesitamos que el Espíritu Santo nos renueve la mente y el corazón para experimentar la frescura del Evangelio, que nos conceda la creatividad para encontrar nuevos métodos y la audacia para ir más allá de nuestras fronteras personales, familiares y eclesiales.

El criterio del “siempre se ha hecho así” no tiene cabida en nuestra vida y misión. Si nos equivocamos, es más fácil rectificar y seguir adelante que encerrarnos en nuestras cómodas formas de vida, olvidando a cientos de personas que tienen hambre de la Palabra de Dios.

El Espíritu Santo, que recibimos en el Bautismo, abre las puertas del corazón y nos da la alegría de anunciar el Evangelio, sin excluir a nadie. La Iglesia, nos recuerda el Papa Francisco, no controla la gracia –como una aduana-, sino que la facilita.

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