El episodio de Cesarea de Filipo ocupa un lugar central en el evangelio de Marcos. Jesús pregunta sus discípulos: "¿Quién dicen que soy yo?". Pedro le contesta: "Tú eres el Mesías".
Pero Jesús sabe que les falta aprender algo muy importante: que debe sufrir mucho. Pedro le lleva aparte para "increparlo" por lo absurdo de su enseñanza. Jesús le “reprende” con estas palabras duras: "Apártate de mí, Satanás. Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres". Luego, les dice: "El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga".
Seguir a Jesús no es obligatorio; es una decisión libre, pero él pone sus condiciones. No bastan las confesiones fáciles; hay que estar dispuestos a renunciar a los planes que se oponen al reino de Dios y a aceptar los sufrimientos que nos pueden venir si nos identificamos con su causa.
En nuestra sociedad, que fomenta el bienestar a cualquier precio y trata de ocultar y eliminar el sufrimiento, no es fácil vivir los valores del Reino, como la verdad, la solidaridad, la honestidad, la justicia y la paz; quien lo intente, será perseguido, incomprendido, difamado y calumniado. ¡He aquí las cruces que las debemos llevar con dignidad y valentía!
Muchos, movidos por el amor, se han esforzado por comprender conceptualmente el misterio de la Santísima Trinidad. Jesús, en cambio, sigue otro camino. Más que enseñar una doctrina sobre la Trinidad propone a sus discípulos a relacionarse con su Padre, a seguir sus pasos y a dejarse guiar por el Espíritu Santo.
Jesús nos presenta a su Padre como un Dios cercano y bueno, al que podemos invocarle Abbá (papacito). Un Padre que no es poder sino bondad y compasión infinitas; un Padre que nos quiere, comprende y perdona. Jesús nos invita a entrar en el proyecto del Padre buscando una vida más justa y digna para todos empezando por sus hijos más indefensos.
Jesús, asimismo, motiva a sus seguidores a confiar en él, como imagen viva del Padre. Sus palabras y gestos nos muestran a un Padre que da su vida por cada uno de nosotros. Jesús quiere formar una familia con un solo propósito: "cumplir la voluntad del Padre"; una familia que sea signo y germen del nuevo mundo soñado por el Padre.
Pero este sueño sería imposible sin el Espíritu Santo que el Padre y el Hijo nos envían. “Recibirán la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos” (Hch 1, 8). El Espíritu Santo es el aliento, la fuerza y el impulso para que seamos sus testigos y colaboremos en el gran proyecto del Padre.
Jesús, con una ternura inusitada, llama a sus discípulos “hijos míos”; sabe que aún son “niños” o muy frágiles en la fe. ¿Qué será de ellos sin el maestro?
En este contexto, les da un nuevo mandamiento: amarse como él los ama. Pero ¿dónde está la novedad? Pues el Antiguo Testamento habla del amor a Dios, al prójimo y a sí mismo; también muchas filosofías promueven el amor hacia los demás (la filantropía). La novedad está en “el modo” con el que se deben amar: el estilo de Jesús.
Jesús ama a sus discípulos como amigos hasta dar la vida por ellos. En una relación de amistad, nadie está por encima del otro; existe cercanía, igualdad, respeto y apoyo sin condiciones; se reconocen las diferencias pero sin que nadie sea menos que el otro. De una comunidad de amigos es difícil distanciarse.
En la comunidad cristiana, sin embargo, existe el riesgo de subrayar más lo que nos diferencia que lo que nos une o dar más importancia al orden y a la subordinación que a la fraternidad. Con estas actitudes, fácilmente se cae en el infantilismo o en la irresponsabilidad.
Amarse como Jesús es el distintivo de los discípulos más que la doctrina, los ritos o las obras sociales. El amor de Jesús, de este modo, se transforma en la fuente, en el motor, en la raíz y en la inspiración del amor cristiano.
Cuando escuchamos la voz de alguien, inmediatamente sabemos si es una persona conocida, un familiar, un amigo, o un extraño.
Las ovejas conocen la voz de Jesús de una manera vivencial; la identifican tan pronto se dirige a ellas. Su voz les llena de alegría, de paz y de entusiasmo; además, enciende en ellas el deseo de estar con él y de seguirle.
En la Iglesia, lo decisivo es conocer “la voz” de Jesús, en su originalidad y pureza, y no tanto lo que los “teólogos” piensan o los “catequistas” enseñan. Estas personas ¿son importantes? Claro que sí, pero deben recordar que su misión principal es conducir a las personas hasta Jesús para que aprendan a conocer y escuchar su voz. San Agustín, a este propósito, dice: “Tenemos un sólo maestro. Y, bajo él, todos somos condiscípulos. No nos constituimos en maestros por el hecho de hablar desde el púlpito. El verdadero Maestro habla desde dentro”.
Conocer la voz de Jesús significa entonces familiarizarnos con su Evangelio y esto exige tiempo y dedicación. Pero sólo así es cómo su voz resonará en nuestra mente y corazón y nos transformará en auténticos discípulos. ¿Estamos dispuestos a conocer y escuchar su voz en todas las circunstancias alegres o tristes de nuestra vida?