La gratuidad del amor de Dios se expresa en la creación y en la salvación universal. Un amor sin condiciones; un amor apasionado y hasta porfiado; un amor que no depende de los méritos humanos. “Tanto amó Dios al mundo que envió a su propio Hijo y no para condenarlo, sino para salvarlo”, nos dice San Juan. (Cfr. Jn 3, 16)
La responsabilidad humana, por su parte, brota del dinamismo del don. Un regalo jamás se impone: se ofrece y, por lo mismo, puede ser aceptado o rechazado. La gratuidad espera una respuesta libre, inteligente y decidida. Los milagros de Jesús suceden sólo si el ser humano los pide o los consiente.
El texto que mejor sintetiza la relación entre la gratuidad de Dios y la responsabilidad del ser humano es el de Apocalipsis 3, 20: “He aquí que estoy a la puerta y llamo; si alguien me abre, entraré y cenaré con él”.
La gracia de Dios y la libertad humana son inseparables en el camino hacia la santidad.
Jesús, utilizando las metáforas de la sal y de la luz, nos indica lo que tenemos que ser en esta tierra o en el mundo familiar y social en el que vivimos.
La sal ayuda a que los alimentos no se corrompan y tengan sabor. La luz ilumina el camino y nos conduce con seguridad. Pero ¿qué pasa si la sal se vuelve insípida o si desaparece la luz? Los alimentos se corrompen y pierden el gusto y el mundo se llena de tinieblas.
La presencia de los cristianos en este mundo no puede pasar desapercibida ya sea bajo una falsa humildad o la idea de que la fe es puramente individual, privada e íntima.
Jesús piensa en una Iglesia sal y luz del mundo y no escondida en sus miedos o encerrada en sus problemas. Jesús quiere que la vida cristiana transforme las realidades que toca.
La conciencia de que somos sal y luz nos compromete a no huir del mundo ni a quedarnos en el lamento o en la condena, sino a asumir nuestra responsabilidad de seguir anunciando el Evangelio.
La gente, en cierto sentido, tiene “derecho” a ver las buenas obras de los cristianos para alabar y bendecir al Padre. No se trata de exhibirse, sino de mostrar a Dios. Jesús quiere que seamos sal y luz en este mundo secularizado y relativista.
El profeta Isaías nos recuerda la verdad fundamental sobre la que se levanta la fe del pueblo de Israel: “Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay Dios”. Una verdad desde donde enfrenta a los dioses fabricados por mentes y manos humanas. La idolatría es el pecado más grave que combaten los profetas.
En tiempos de Jesús, el emperador romano era considerado un dios al que el pueblo estaba sometido y que debía reconocerle todos los privilegios y pagarle los tributos.
Los discípulos de los fariseos, con algunos herodianos le tienden una trampa: “¿Es lícito pagar impuestos del César o no?” Si Jesús responde negativamente, le acusarían de rebelión contra Roma; si afirma que se pague, quedaría desprestigiado ante el pueblo. Pero Jesús responde de una manera sabia y contundente: “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
La pregunta era inútil por cuanto los fariseos reconocían la autoridad del César, tanto que usaban sus monedas para comprar, vender o para pagar el tributo al Templo. Pero a Jesús le interesa que “den a Dios lo que es de Dios”, como su pueblo que por su culpa se había alejado y por sus enseñanzas le cerraban la entrada del Reino de los Cielos. Dar a Dios lo que es de Dios significa también obrar con verdad, justicia y honestidad.
Los profundos cambios culturales y la crisis religiosa que sacude las raíces del cristianismo nos urgen a buscar en Jesús la luz y la fuerza para vivir estos tiempos de manera inteligente y responsable.
Jesús no augura a sus seguidores un camino fácil de éxito y gloria; al contrario, dice que la historia está llena de dificultades y luchas. Nada de triunfalismos. Más aún, las dificultades son signos de la fidelidad de la Iglesia a su Señor.
En momentos de desconcierto y confusión, no es extraño escuchar voces que proponen caminos de salvación. Pero Jesús nos advierte: “que nadie les engañe… y no vayan detrás de ellos”. No hay que dar crédito a los mensajes ajenos al Evangelio, ni fuera ni dentro de la Iglesia, a aquellos que quieren separarnos de Jesucristo, único fundamento y origen de nuestra fe.
Sin perder la calma, debemos asumir nuestra propia responsabilidad. Jesús compromete su presencia: “Yo le daré palabras y sabiduría”. Pero es necesario perseverar. No hay cabida para los lamentos, la nostalgia ni el desaliento, como tampoco para la resignación, la pasividad o el abandono; es la hora del testimonio humilde y convincente en Jesús y su mensaje.
Unos hombres cuentan a Jesús que algunos galileos han sido asesinados en el templo por orden de Pilato. Les pregunta si eran más pecadores que los otros y él mismo responde que no. Asimismo, les recuerda la muerte de dieciocho personas aplastadas por una torre cerca a la piscina de Siloé y dice que tampoco eran más culpables que los habitantes de Jerusalén. Lo sorprendente es que, en ambos casos, hace la misma advertencia: “si no se convierten, perecerán de manera semejante”.
Jesús, de este modo, rechaza la creencia de que las desgracias, como las enfermedades y los accidentes, son castigos de Dios por los pecados cometidos. Luego, no se enfrasca en la discusión sobre el origen de las desgracias: si son por culpa de las víctimas o porque Dios lo quiere; Jesús enfrenta a los presentes consigo mismos y les desafía a escuchar la llamada de Dios a la conversión.
El gran peligro es quedarse buscando culpables de las desgracias y no hacer nada por remediarlas. Jesús, en cambio, en vez de lamentarse o condenar, cura las heridas del corazón y devuelve la esperanza. La pregunta, por tanto, no es: ¿por qué Dios permite esta desgracia, sino qué hacemos para al menos mitigar su dolor?