Elías, apelando a la providencia de Dios, ordena a una viuda pobre que prepare un pan con un poco de harina y aceite, primero para él y luego para ella y su hijo. (Cfr. 1R 17, 10-16). Lo sorprendente es que comen los tres y la harina y el aceite no se agotan.
Jesús desenmascara las actitudes negativas de algunas autoridades -los escribas-, como el uso de trajes lujosos, el ansia de reconocimientos, la búsqueda de los primeros puestos y el mal uso de los bienes de los pobres, con el pretexto de largos rezos. Luego, observa cómo algunos ricos echan en el arca de las ofrendas lo que les sobra; y, en cambio, la viuda pobre todo lo que tenía para vivir (Cfr. Mc 12, 38-44), lo cual comenta con sus discípulos.
La Palabra de este día nos interpela a tener un corazón pobre, es decir, libre de todo apego malsano a nosotros mismos y a las cosas. Nos liberamos de nosotros si en vez de buscar los aplausos y aprovecharnos de los pobres, nos ponemos a servirlos con humildad y respeto; y nos liberamos de la esclavitud de las cosas si compartimos, no de lo que nos sobra, sino de lo que necesitamos para vivir.
Un corazón pobre, por tanto, confía en la Providencia de Dios y sirve a sus hermanos, sin por ello pasar necesidad alguna. Dios bendice abundantemente a quien comparte su vida y sus bienes con generosidad y alegría.
En el prólogo del evangelio de San Juan se hacen dos afirmaciones básicas que nos llevan a revisar nuestra manera de entender y vivir la fe cristiana.
La primera: “La Palabra de Dios se ha hecho carne”. Dios sale de su Misterio y nos habla. Pero no lo hace por medio de conceptos y doctrinas sublimes, sino a través de una persona: Jesús, a quien pueden entender y acoger incluso los más sencillos.
La segunda: “A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer”. Los teólogos, predicadores y dirigentes religiosos hablamos mucho de Dios, pero sin haberlo visto. Solo Jesús, el Hijo único del Padre, es capaz de contarnos cómo es Dios, cómo nos ama y cómo nos busca en todas las circunstancias de la vida.
Estas dos afirmaciones nos llevan a pensar y soñar en una Iglesia más enraizada en el Evangelio de Jesús y a no enredarnos en doctrinas o costumbres no siempre ligadas al núcleo del Evangelio. Si no anunciamos el evangelio, corremos el riesgo de predicar incluso algunas opciones ideológicas, de cualquier tendencia.
El anuncio del evangelio de Jesús, nos dice el Papa Francisco, sigue siendo “lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y, al mismo tiempo, lo más necesario”.
Los conceptos de tiempo y eternidad cobran fuerza cuando hablamos, especialmente, de la esperanza. La esperanza no se refiere únicamente al futuro, sino tiene que ver también con el presente e incluso con el pasado.
No se trata de “esperar” de una manera pasiva, resignada, sino activa y práctica; la esperanza nos pone “manos a la obra”. No basta, por ejemplo, anunciar la paz, hay que vivirla; no es suficiente predicar la justicia, la verdad o la libertad, es necesario concretizarlos en pequeños signos, conscientes de que su plenitud lo alcanzaremos al final de la historia, cuando “Dios sea todo en todos”.
La salvación eterna, desde la visión cristiana, se juega en el tiempo, en el compromiso cotidiano, en lo pequeño, en lo que no cuenta en la sociedad. Jesús, al final de nuestra historia personal y social, nos volverá a decir: tuve hambre y sed, estuve desnudo, preso, enfermo, fui forastero (cfr. Mt 25, 35); si lo reconocimos y servimos, pasaremos al banquete eterno.
El tiempo, con todas sus dimensiones –pasado, presente y futuro-, y la eternidad, como realización plena de todas las aspiraciones del corazón humano, están radicalmente unidos.
El profeta Isaías nos recuerda la verdad fundamental sobre la que se levanta la fe del pueblo de Israel: “Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay Dios”. Una verdad desde donde enfrenta a los dioses fabricados por mentes y manos humanas. La idolatría es el pecado más grave que combaten los profetas.
En tiempos de Jesús, el emperador romano era considerado un dios al que el pueblo estaba sometido y que debía reconocerle todos los privilegios y pagarle los tributos.
Los discípulos de los fariseos, con algunos herodianos le tienden una trampa: “¿Es lícito pagar impuestos del César o no?” Si Jesús responde negativamente, le acusarían de rebelión contra Roma; si afirma que se pague, quedaría desprestigiado ante el pueblo. Pero Jesús responde de una manera sabia y contundente: “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
La pregunta era inútil por cuanto los fariseos reconocían la autoridad del César, tanto que usaban sus monedas para comprar, vender o para pagar el tributo al Templo. Pero a Jesús le interesa que “den a Dios lo que es de Dios”, como su pueblo que por su culpa se había alejado y por sus enseñanzas le cerraban la entrada del Reino de los Cielos. Dar a Dios lo que es de Dios significa también obrar con verdad, justicia y honestidad.
Desde los primeros cristianos hasta el día de hoy, Juan el Bautista nos urge a preparar caminos para encontrarnos y acoger a Jesús entre nosotros.
San Lucas, a la luz del profeta Isaías, nos invita una vez más a preparar “el camino del Señor”. Pero ¿cómo abrir nuevos caminos para que los hombres y mujeres de nuestro tiempo se encuentren con Jesús, tanto personal como comunitariamente?
Lo primero es el contacto personal con Jesús. No es suficiente conocer su doctrina religiosa. En este encuentro, lo que atrae es su estilo de vida y lo que contagia es su pasión por Dios y por los seres humanos.
Pero no basta el encuentro personal, es necesaria una experiencia de fe junto con los hermanos y en medio de las realidades familiares y sociales. Es en la comunidad o en la iglesia donde celebramos con gozo su presencia y nos comprometemos con los más vulnerables.
El contacto personal y comunitario con Jesús, además, nos ayuda a comprender que la vida cristiana no es una obligación o un deber externo, sino una expresión de amor a alguien concreto, lo cual nos llena de paz, de alegría, de verdad y de esperanza.