Las primeras comunidades cristianas diferenciaban muy bien el bautismo de Juan en las aguas del Jordán del bautismo de Jesús que comunicaba su Espíritu para transformar los corazones.
Como bien sabemos, el mayor obstáculo para la evangelización es la mediocridad espiritual. Esta actitud se la supera invocando al Espíritu para que nos llene del fuego de la alegría, de la generosidad y de la audacia.
El Espíritu nos ayuda a recuperar nuestra verdadera identidad cuando nos desviamos del Evangelio y nos da luz para renovarnos como Iglesia. Además, nos da la fuerza para evangelizar sin miedo alguno en todo tiempo y lugar, incluso en los más difíciles y contradictorios.
La falta de Espíritu, en cambio, se traduce en desconfianza, pesimismo y fatalismo, que nos llevan a pensar que todo esfuerzo es inútil y que nada puede cambiar.
La experiencia personal y comunitaria de Jesús, por su parte, nos demuestra que no es lo mismo conocerlo que no conocerlo, caminar con él que caminar a tientas, escuchar su palabra que ignorarla, construir el mundo familiar y social con su evangelio que con la sola razón. Encontrarse con Jesús es vivir convencido, entusiasmado y enamorado de su Palabra.
Elías, apelando a la providencia de Dios, ordena a una viuda pobre que prepare un pan con un poco de harina y aceite, primero para él y luego para ella y su hijo. (Cfr. 1R 17, 10-16). Lo sorprendente es que comen los tres y la harina y el aceite no se agotan.
Jesús desenmascara las actitudes negativas de algunas autoridades -los escribas-, como el uso de trajes lujosos, el ansia de reconocimientos, la búsqueda de los primeros puestos y el mal uso de los bienes de los pobres, con el pretexto de largos rezos. Luego, observa cómo algunos ricos echan en el arca de las ofrendas lo que les sobra; y, en cambio, la viuda pobre todo lo que tenía para vivir (Cfr. Mc 12, 38-44), lo cual comenta con sus discípulos.
La Palabra de este día nos interpela a tener un corazón pobre, es decir, libre de todo apego malsano a nosotros mismos y a las cosas. Nos liberamos de nosotros si en vez de buscar los aplausos y aprovecharnos de los pobres, nos ponemos a servirlos con humildad y respeto; y nos liberamos de la esclavitud de las cosas si compartimos, no de lo que nos sobra, sino de lo que necesitamos para vivir.
Un corazón pobre, por tanto, confía en la Providencia de Dios y sirve a sus hermanos, sin por ello pasar necesidad alguna. Dios bendice abundantemente a quien comparte su vida y sus bienes con generosidad y alegría.
El sembrador deposita la semilla en el campo convencido de la bondad, riqueza y fuerza de la semilla; está seguro que la Palabra de Dios es capaz de transformar la mente y el corazón de las personas que la acogen; más aún, ha constatado cómo muchas de ellas, al acoger la Palabra, han recuperado la paz y la alegría de vivir.
La fe en la Palabra de Dios se fundamenta en el poder de la semilla y en la apertura de las personas. El sembrador sabe que la semilla, aparentemente insignificante por su tamaño o forma, contiene en sí misma todos los elementos necesarios para germinar, crecer y fructificar en el tiempo oportuno.
Igualmente, cuenta con la apertura de las personas a la Palabra, por cuanto es el Espíritu Santo quien obra en sus corazones, les motiva y sostiene en todo momento. El sembrador, por ello, incluso se sorprende al encontrarse con más terrenos buenos que con caminos, piedras o espinas.
La seguridad con la que siembra la Palabra, además, está secundada por su propia experiencia. Su vida ha cambiado profundamente desde el momento en que la acogió y la vivió con intensidad. La Palabra, en su vida, ya no es más un sonido vacío, sino la fuente inagotable de su inspiración diaria.
Juan el Bautista despeja la duda sobre quién es el Mesías al afirmar que viene alguien que bautizará con el Espíritu Santo y fuego.
En este contexto, el Padre presenta a Jesús como a su hijo amado, el predilecto, desde antes de la creación del mundo y de su encarnación entre nosotros; un amor que va más allá de los límites espacio-temporales, de toda inteligencia e imaginación.
Jesús experimenta, diariamente, el amor eterno e infinito del Padre. Un amor que, luego, lo comparte con las personas que le rodean. “Como el Padre me ha amado, así también yo les he amado” (Jn 15, 9), les dice a sus discípulos; un amor que se transforma en bondad para los más pequeños, en misericordia y perdón para los pecadores, en palabras de vida y esperanza para los abatidos.
En este pasaje, descubrimos que también nosotros somos hijos predilectos del padre si bien por adopción. Esta certeza es la fuente más grande de nuestra alegría y paz, y la razón principal para trabajar de tal manera que nadie sea despreciado por su condición social, económica, política o religiosa.
Cada ser humano, desde su concepción hasta el final de su vida, es un hijo amado y predilecto del Padre; no lastimes.
Los conceptos de tiempo y eternidad cobran fuerza cuando hablamos, especialmente, de la esperanza. La esperanza no se refiere únicamente al futuro, sino tiene que ver también con el presente e incluso con el pasado.
No se trata de “esperar” de una manera pasiva, resignada, sino activa y práctica; la esperanza nos pone “manos a la obra”. No basta, por ejemplo, anunciar la paz, hay que vivirla; no es suficiente predicar la justicia, la verdad o la libertad, es necesario concretizarlos en pequeños signos, conscientes de que su plenitud lo alcanzaremos al final de la historia, cuando “Dios sea todo en todos”.
La salvación eterna, desde la visión cristiana, se juega en el tiempo, en el compromiso cotidiano, en lo pequeño, en lo que no cuenta en la sociedad. Jesús, al final de nuestra historia personal y social, nos volverá a decir: tuve hambre y sed, estuve desnudo, preso, enfermo, fui forastero (cfr. Mt 25, 35); si lo reconocimos y servimos, pasaremos al banquete eterno.
El tiempo, con todas sus dimensiones –pasado, presente y futuro-, y la eternidad, como realización plena de todas las aspiraciones del corazón humano, están radicalmente unidos.