La promesa

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Dios, a través del profeta Natán, comunica a David la promesa de que un descendiente suyo será su hijo y cuyo Reino durará para siempre. Esta promesa esperada por los profetas se cumple en el anuncio del Arcángel Gabriel a María de Nazaret cuando le indica que concebirá, dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Jesús.

David pretende construir una casa a Dios. Pero no es posible que el Dios de los patriarcas y de los profetas, el Dios que camina delante de su pueblo, sea un dios domesticado, un dios encerrado en un lugar o en una institución y, menos aún, un dios aprisionado en conceptos, imágenes o símbolos.

La promesa de Dios se cumple en la encarnación del Verbo eterno en el seno de María por obra y gracia del Espíritu Santo; un Dios que se hace tangible y que acampa en medio de nosotros (cfr. Jn 1, 14). Jesús, de este modo, se convierte en el verdadero Templo de Dios no construido por mano de los hombres. Además, hereda todas las promesas de Dios  que las hace partícipes a todos sus seguidores.

Que, en este cuarto domingo de adviento, experimentemos una vez más el cumplimiento de la promesa de Dios: morar en medio de nosotros en Jesucristo, su Hijo amado.

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