Marginados

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Estamos frente a un ciego de nacimiento. Ni él ni sus padres tienen la culpa de esta situación. Pero para muchos es un castigo de Dios por haber pecado.

Jesús solo piensa en rescatarlo de su vida de mendigo y de desprecio. Para ello lo acoge y le descubre la luz. Desde este momento, su vida cambia; por fin puede tener una vida digna, libre de miedo y de vergüenza.

Los dirigentes religiosos, por su parte, decidían quién está en pecado y si puede o no ser aceptado en la comunidad. En este caso, aunque había ya recuperado la vista, no es admitido porque sigue siendo un pecador, más aún si es Jesús quien le ha curado.

Jesús, sin embargo, no le abandona; va a su encuentro y le pregunta si cree en el Mesías. El expulsado le dice: “y, ¿quién es, Señor, para que crea en él?”. Jesús le responde: “Lo estás viendo; el que te está hablando, ese es”. El mendigo entonces confiesa: “Creo, Señor”.

Esta actitud de Jesús, quizás, nos desconcierta también a nosotros. Nos cuesta aceptar a personas que, por su condición moral, las consideramos pecadoras y las obligamos a vivir su fe en secreto, casi de una manera clandestina.  Jesús, en cambio, las busca y las ama, porque tiene un lugar privilegiado en su corazón.

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