Ver al Señor

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Los discípulos se encuentran con Jesús resucitado, a excepción de Tomás. Apenas llega, llenos de alegría, le comunican: «Hemos visto al Señor». Pero él les responde con escepticismo; no acepta su testimonio, quiere comprobarlo personalmente.

A los  ocho días, se presenta Jesús y se dirige a Tomás. No le critica por sus dudas; tan solo se acerca y le dice: «trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano, aquí tienes mi costado». Tomás, al verlo, no necesita de pruebas; experimenta una vez más la presencia del Maestro que le ama y le invita a confiar y entonces confiesa: “Señor mío y Dios mío».

La resistencia de Tomás nos enseña a no creer ingenuamente, sino a partir de nuestra propia experiencia; más aún, si tenemos en cuenta que no hemos visto el rostro de Jesús ni oído directamente sus palabras.

Las dudas, por su parte, siempre están presentes en nosotros, pero no hay por qué asustarse. Si las vivimos con serenidad, nos ayudan a superar una fe superficial que repite fórmulas vacías y también a vivirla de una manera más profunda y consciente. Nuestra fe tan solo se acrecienta cuando sabemos y sentimos que Dios nos ama tal como Jesús nos revela.

Las dudas se desvanecen y el corazón se llena de fuego cuando le escuchamos: «Dichosos los que creen sin haber visto».

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