El sembrador deposita la semilla en el campo convencido de la bondad, riqueza y fuerza de la semilla; está seguro que la Palabra de Dios es capaz de transformar la mente y el corazón de las personas que la acogen; más aún, ha constatado cómo muchas de ellas, al acoger la Palabra, han recuperado la paz y la alegría de vivir.
La fe en la Palabra de Dios se fundamenta en el poder de la semilla y en la apertura de las personas. El sembrador sabe que la semilla, aparentemente insignificante por su tamaño o forma, contiene en sí misma todos los elementos necesarios para germinar, crecer y fructificar en el tiempo oportuno.
Igualmente, cuenta con la apertura de las personas a la Palabra, por cuanto es el Espíritu Santo quien obra en sus corazones, les motiva y sostiene en todo momento. El sembrador, por ello, incluso se sorprende al encontrarse con más terrenos buenos que con caminos, piedras o espinas.
La seguridad con la que siembra la Palabra, además, está secundada por su propia experiencia. Su vida ha cambiado profundamente desde el momento en que la acogió y la vivió con intensidad. La Palabra, en su vida, ya no es más un sonido vacío, sino la fuente inagotable de su inspiración diaria.
San Pablo, en su carta a los Efesios, afirma que el Padre nos ha bendecido en Cristo, que nos ha elegido en Él para que fuésemos santos por el amor y que nos ha destinado a ser sus hijos. Del mismo modo, san Juan nos recuerda que a los que creen en Cristo se les ha dado el poder de ser hijos de Dios.
En estos textos, descubrimos que ser hijos de Dios es un don y, a la vez, una gran responsabilidad personal y comunitaria.
En cuanto don o regalo, Dios nos ha creado como sus hijos con un amor gratuito, eterno e infinito. Esta conciencia nos llena de admiración, gratitud y alegría; y nos impulsa a superar todos los vacíos o soledades que podamos experimentar en nuestra existencia.
Ser hijos de Dios, como responsabilidad personal y comunitaria, nos compromete a desarrollar todas las capacidades o cualidades que Dios nos ha concedido y también a cultivar con Dios Padre relaciones de cercanía, a mistad y amor.
Esta conciencia de ser hijos de un mismo Dios, además hace posible que descubramos en todas las personas la misma dignidad, independientemente de la raza, sexo, credo o nación y que, en consecuencia, nos tratemos como hermanos muy queridos. Ser hijos de Dios: un don y una tarea de toda la vida.
Las primeras comunidades cristianas diferenciaban muy bien el bautismo de Juan en las aguas del Jordán del bautismo de Jesús que comunicaba su Espíritu para transformar los corazones.
Como bien sabemos, el mayor obstáculo para la evangelización es la mediocridad espiritual. Esta actitud se la supera invocando al Espíritu para que nos llene del fuego de la alegría, de la generosidad y de la audacia.
El Espíritu nos ayuda a recuperar nuestra verdadera identidad cuando nos desviamos del Evangelio y nos da luz para renovarnos como Iglesia. Además, nos da la fuerza para evangelizar sin miedo alguno en todo tiempo y lugar, incluso en los más difíciles y contradictorios.
La falta de Espíritu, en cambio, se traduce en desconfianza, pesimismo y fatalismo, que nos llevan a pensar que todo esfuerzo es inútil y que nada puede cambiar.
La experiencia personal y comunitaria de Jesús, por su parte, nos demuestra que no es lo mismo conocerlo que no conocerlo, caminar con él que caminar a tientas, escuchar su palabra que ignorarla, construir el mundo familiar y social con su evangelio que con la sola razón. Encontrarse con Jesús es vivir convencido, entusiasmado y enamorado de su Palabra.
Mientras Jesús camina hacia Jerusalén va “enseñando” por ciudades y aldeas. Su mensaje es inconfundible: Dios es un Padre bueno que ofrece la salvación a todas las personas, independientemente de su situación moral o religiosa. Los fariseos lo critican porque acoge a los pecadores; con lo cual, estaría promoviendo una relajación moral y espiritual inaceptable.
Un desconocido pregunta a Jesús si son pocos o muchos los que salvan. Sin responderle directamente, señala que lo importante no es saber el número de salvados, sino esforzarse por entrar “por la puerta estrecha”. Esta decisión significa cumplir algunas exigencias, como ser misericordiosos como el Padre; no juzgar a nadie, perdonar setenta veces siete, amar al enemigo, buscar el reino de Dios y su justicia, entre otras.
Pero ¿dónde está la puerta? Jesús responde: “Yo soy la puerta; si uno entra por mí, será salvo” (Jn 10,9). Esta verdad nos compromete a aprender a vivir como él, a tomar su cruz y seguirlo, y a confiar en el Padre.
La salvación, para Jesús, no es fruto de un rigorismo legalista, ni un privilegio de unos pocos elegidos, como tampoco tiene que ver con un laxismo permisivo. La salvación que nos ofrece Jesús está unida al amor radical al Padre y al amor sin límites al hermano.
Jesús es la puerta abierta que nos ofrece la salvación, pero debemos esforzarnos por entrar por ella.
En tiempos de Jesús, la enfermedad era considerada como un castigo o una maldición de Dios por causa de los pecados. Los enfermos eran separados de sus familias y amigos; y si alguien los tocaba, se volvía impuro. La lepra, por cierto, era la más temida de las enfermedades. Jesús, desde su experiencia, sabe que Dios no discrimina a nadie, que es un Padre de buenos y malos, de sanos y enfermos.
Humildad y confianza El leproso se acerca y de rodillas le dice: “si quieres, puedes limpiarme”; reconoce que Jesús es libre, que no puede exigirle u obligarle a que haga algo por él; pero también, confía, sabe que tiene el poder para curarle y devolverle la salud.
Compasión y decisión Jesús se compadece, se le conmueven las entrañas y experimenta el sufrimiento y la soledad del leproso, el rechazo de sus familiares y amigos; y, sin miedo de contaminarse, le extiende su mano y le dice: quiero, queda limpio.
Jesús, de este modo, acoge a los que viven en la exclusión y soledad, en la culpa y vergüenza de pensar que su enfermedad es una consecuencia de sus los pecados.
Que aprendamos de Jesús a no discriminar a nadie desde nuestra supuesta superioridad moral, sino a acoger a todos y a conducirlos hasta él para que les devuelva la dignidad de hijos del Padre Dios.