San Mateo nos ofrece tres parábolas o comparaciones del Reino de los Cielos que hablan de lo definitivo o de lo que nos espera en el futuro, para lo cual debemos prepararnos. La parábola de las diez vírgenes se refiere a la relación con Dios; la de los talentos, a la relación con nosotros mismos; y la del juicio universal, a la relación con las personas y la naturaleza.
En la parábola de las diez vírgenes, el esposo representa al Reino de Dios, que llega de una manera imprevista; y las doncellas, a las actitudes con que el pueblo de Dios debe esperarlo. Por eso, concluye con: “velen porque no saben el día ni la hora”.
En tiempos de Jesús, algunas jóvenes acompañaban al esposo a su boda y debían llevar las lámparas encendidas durante toda la fiesta; estas eran pequeñas y el aceite servía solo para un tiempo determinado.
Las doncellas necias toman las lámparas, pero no el aceite necesario. Llega el esposo, se atrasan y se cierra la puerta. Las prudentes, en cambio, junto con las lámparas, llevan el aceite y pasan a la boda.
Jesús nos invita a llevar siempre el aceite de la oración, de la vida sacramental, de la meditación de la Palabra, del amor al prójimo, de la justicia y de la solidaridad. ¿Tenemos suficiente aceite para que alumbren nuestras lámparas?
Jesús resucitado se dirige a Santo Tomás con unas palabras que le tocan el corazón: “No seas incrédulo, sino creyente”; y él le responde con la confesión de fe más solemne que encontramos: “Señor mío y Dios mío”.
Pero ¿cómo pasa del escepticismo a la confianza? Según el relato, Santo Tomás renuncia a tocar las heridas de Jesús, con lo cual se abre a la fe.
Como Santo Tomás, con frecuencia, somos escépticos y críticos, dudamos de todo y, a la vez, pensamos que sabemos todo. Pero ¿cómo dejar de ser incrédulos? No es fácil. Muchas veces, pensamos que la fe en Dios no tiene sentido y que la razón humana es la única fuente del conocimiento. Pero esta manera de pensar nos ha conducido a un sinnúmero de opiniones y percepciones que no hacen posible un entendimiento entre nosotros. Cada uno tiene “su” verdad y, bajo el concepto de tolerancia, se encierra en sí mismo y no admite otra posición.
Para ser creyentes, en cambio, es necesario reconocer que, más allá de lo visible y de lo tangible, está el misterio eterno de Dios, una verdad que sostiene y da sentido a nuestra existencia. Una verdad a la que avanzamos envueltos en tinieblas; o, como nos dice san Pablo de Tarso, “a tientas”. ¿Cómo superar este camino tenebroso? Confesando nuestra fe en Jesús resucitado diciéndole: “Señor mío y Dios mío”.
Estamos frente a un ciego de nacimiento. Ni él ni sus padres tienen la culpa de esta situación. Pero para muchos es un castigo de Dios por haber pecado.
Jesús solo piensa en rescatarlo de su vida de mendigo y de desprecio. Para ello lo acoge y le descubre la luz. Desde este momento, su vida cambia; por fin puede tener una vida digna, libre de miedo y de vergüenza.
Los dirigentes religiosos, por su parte, decidían quién está en pecado y si puede o no ser aceptado en la comunidad. En este caso, aunque había ya recuperado la vista, no es admitido porque sigue siendo un pecador, más aún si es Jesús quien le ha curado.
Jesús, sin embargo, no le abandona; va a su encuentro y le pregunta si cree en el Mesías. El expulsado le dice: “y, ¿quién es, Señor, para que crea en él?”. Jesús le responde: “Lo estás viendo; el que te está hablando, ese es”. El mendigo entonces confiesa: “Creo, Señor”.
Esta actitud de Jesús, quizás, nos desconcierta también a nosotros. Nos cuesta aceptar a personas que, por su condición moral, las consideramos pecadoras y las obligamos a vivir su fe en secreto, casi de una manera clandestina. Jesús, en cambio, las busca y las ama, porque tiene un lugar privilegiado en su corazón.
El domingo de ramos, meditamos en la pasión y muerte de Jesús en la cruz.
Los que pasan junto al crucificado se burlan de él diciendo: “Si eres Hijo de Dios, bájate de la cruz”. Jesús les responde con un profundo silencio. Este hecho nos lleva a preguntarnos: ¿es posible creer en un Dios crucificado?
Un "Dios crucificado" es absurdo para los sabios y un escándalo para los piadosos. El crucificado no tiene el rostro que las religiones atribuyen al Ser Supremo: el omnipotente, el majestuoso, el inmutable e impasible. Jesús es un Dios impotente, humillado, un Dios que sufre como nosotros el dolor, la angustia y la muerte.
Con la Cruz, nuestra fe se abre a una nueva comprensión de un Dios que se encarna en nuestro sufrimiento y que nos ama de un modo sorprendente. Ante el Crucificado comprendemos que Dios sufre con nosotros, que su vida está unida a nuestras lágrimas y desgracias y que, para encontrarnos con Él, debemos recorrer el camino de tantas personas que viven en el abandono o que son víctimas de tantas injusticias y desgracias.
¿Somos capaces de descubrir a Dios en la cruz o preferimos buscarle en la omnipotencia puesta al servicio de nuestros deseos y caprichos? En el Dios Crucificado ¿encontramos también a nuestros hermanos crucificados?
El episodio de Cesarea de Filipo ocupa un lugar central en el evangelio de Marcos. Jesús pregunta sus discípulos: "¿Quién dicen que soy yo?". Pedro le contesta: "Tú eres el Mesías".
Pero Jesús sabe que les falta aprender algo muy importante: que debe sufrir mucho. Pedro le lleva aparte para "increparlo" por lo absurdo de su enseñanza. Jesús le “reprende” con estas palabras duras: "Apártate de mí, Satanás. Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres". Luego, les dice: "El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga".
Seguir a Jesús no es obligatorio; es una decisión libre, pero él pone sus condiciones. No bastan las confesiones fáciles; hay que estar dispuestos a renunciar a los planes que se oponen al reino de Dios y a aceptar los sufrimientos que nos pueden venir si nos identificamos con su causa.
En nuestra sociedad, que fomenta el bienestar a cualquier precio y trata de ocultar y eliminar el sufrimiento, no es fácil vivir los valores del Reino, como la verdad, la solidaridad, la honestidad, la justicia y la paz; quien lo intente, será perseguido, incomprendido, difamado y calumniado. ¡He aquí las cruces que las debemos llevar con dignidad y valentía!