Las primeras comunidades cristianas vieron en San Juan Bautista al gran profeta que preparó el camino a Jesús. Su mensaje se centró en el grito: “preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”.
Esta voz sigue invitándonos a volver a Jesús y a acoger la novedad de su Evangelio. Esta tarea no es fácil. El miedo a lo nuevo fácilmente nos paraliza, pues nos sentimos más seguros cuando tenemos todo bajo control o planificamos nuestra vida. De aquí surge una pregunta: ¿estamos decididos a recorrer los nuevos caminos que Dios nos propone o preferimos atrincherarnos en nuestras comodidades?
Los nuevos caminos para nosotros significan un cambio profundo de actitudes, como poner a Jesús en el centro de nuestra vida, a ser Iglesia misionera que sale de su encierro para acoger a todas las personas más allá de todo legalismo.
En nuestra historia tenemos a María, la Inmaculada Concepción, que aceptó la propuesta de ser la Madre de Jesús, como también a Santa Narcisa de Jesús, quien lo puso en su corazón y se entregó a la misión que el Señor le encomendó. Que ellas sigan intercediendo para que no tengamos miedo de vivir y anunciar la novedad del Evangelio de Jesús.
Con frecuencia, nos preguntamos: ¿cómo es el amor de Dios? Las personas que lo han experimentado nos dicen que es eterno. Esto significa que su amor por cada uno de nosotros está por encima del espacio y el tiempo; o que nuestras vidas han estado en su mente y corazón desde antes de nuestro nacimiento. Cada persona es la realización de su sueño o proyecto de amor.
Esta conciencia de sabernos y sentirnos amados por Dios desde la eternidad nos libera de todo sentimiento negativo de soledad o vacío existencial, como también nos da la fuerza para superar toda forma de discriminación o rechazo que podamos experimentar por nuestra condición cultural, social, económica o religiosa. Nuestras vidas están por encima de todas estas circunstancias.
Es muy triste y hasta cruel escuchar a muchas personas que hablan de los hijos no deseados o no planificados. Con esta manera pensar, se les condena de antemano a morir en el vientre de sus madres; o, si nacen, a ser tratados como un obstáculo o un intruso que pone en peligro su vida personal, familiar, social o profesional. Para Dios, en cambio, toda vida es deseada y planificada desde toda la eternidad. Por este motivo, ninguna vida se pierde, aunque muchos piensen que se trata de unas cuantas células unidas al azar.
Cuando hablamos de anunciar el Evangelio, a veces, pensamos que se trata de una doctrina o teoría, que se debe presentar de una forma clara, razonada y sistemática. Sin desconocer este elemento, no podemos quedarnos ahí.
El Evangelio es ante todo Cristo, Alguien con quien entramos en relación. Si el mensaje lo separamos de su persona, se transforma en un discurso frío y vacío que no dice nada ni a nosotros ni a los demás.
Pero ¿cómo confesar a Cristo? A lo largo de la historia, se han destacado dos formas inseparables: el testimonio de vida y la palabra.
El testimonio es la primera y fundamental forma de confesar a Cristo. “Lo que hemos visto y oído les proclamamos a ustedes” (1Jn 1, 3), nos recuerdan sus primeros discípulos. San Pablo VI nos dice: “el mundo de hoy escucha más a los testigos que a los maestros”.
Pero no basta el testimonio de vida, es necesario proclamarlo con la palabra. Para ello, necesitamos un lenguaje claro, sencillo y apasionado, sin olvidarnos que el Espíritu Santo es el gran protagonista del anuncio.
Como cristianos, entonces, estamos llamados a confesar a Cristo, mediante el testimonio de vida y la palabra: en la familia, en el trabajo, en la calle, en el barrio, en la política, en la cultura y en otros espacios públicos y privados.
Mientras Jesús camina hacia Jerusalén va “enseñando” por ciudades y aldeas. Su mensaje es inconfundible: Dios es un Padre bueno que ofrece la salvación a todas las personas, independientemente de su situación moral o religiosa. Los fariseos lo critican porque acoge a los pecadores; con lo cual, estaría promoviendo una relajación moral y espiritual inaceptable.
Un desconocido pregunta a Jesús si son pocos o muchos los que salvan. Sin responderle directamente, señala que lo importante no es saber el número de salvados, sino esforzarse por entrar “por la puerta estrecha”. Esta decisión significa cumplir algunas exigencias, como ser misericordiosos como el Padre; no juzgar a nadie, perdonar setenta veces siete, amar al enemigo, buscar el reino de Dios y su justicia, entre otras.
Pero ¿dónde está la puerta? Jesús responde: “Yo soy la puerta; si uno entra por mí, será salvo” (Jn 10,9). Esta verdad nos compromete a aprender a vivir como él, a tomar su cruz y seguirlo, y a confiar en el Padre.
La salvación, para Jesús, no es fruto de un rigorismo legalista, ni un privilegio de unos pocos elegidos, como tampoco tiene que ver con un laxismo permisivo. La salvación que nos ofrece Jesús está unida al amor radical al Padre y al amor sin límites al hermano.
Jesús es la puerta abierta que nos ofrece la salvación, pero debemos esforzarnos por entrar por ella.
En este segundo domingo de adviento, la Palabra de Dios nos invita a prepararnos para celebrar con gozo la navidad que se avecina; para ello, nos propone dos metáforas: la de los valles que hay que levantar y la de las colinas que se deben bajar.
Los valles significan situaciones de tristeza por la ausencia de un ser querido, de soledad por el abandono de personas que nos aprecian, de decepción porque nuestros proyectos se quedaran en medio camino o por la corrupción que vivimos. En estas y otras situaciones puede ser que nos sintamos hundidos, perdidos, sin horizonte. La Palabra de Dios nos invita a levantarnos, a retomar la esperanza en un mañana mejor, a vivir con alegría y a confiar más en Dios, en nosotros mismos y en los demás.
Las colinas significan las actitudes de prepotencia y soberbia hasta creernos autosuficientes, ídolos, que no necesitamos ni de Dios ni de los demás. La Palabra de Dios, en cambio, nos desafía a abajar las colinas, a ser humildes y comprender que sólo con la ayuda de Dios y de los demás es posible avanzar por el camino de la paz y de la justicia.
¡Estén preparados!, es una invitación a mantener la esperanza, la alegría y la humildad para acoger al Emmanuel o Dios con nosotros que viene.