San Juan Bautista, el profeta del desierto, dice que es necesario prepararse para acoger al Mesías; y algunas personas le preguntan: ¿Qué podemos hacer? No les propone añadir nuevas prácticas religiosas ni que vayan al desierto a hacer penitencia. Les presenta un camino muy concreto y práctico: mirar a los necesitados: "Quien tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene ninguna, y quien tenga comida, que haga lo mismo"; y a los soldados les pide que no extorsionen ni comentan injusticias.
¿Qué podemos hacer para acoger a Cristo, el Mesías? Lo primero, conocer mejor lo que está pasando en las familias y en la sociedad. Luego, comprometernos en la solución de sus problemas, pero de una manera práctica. La gran tentación es quedarnos en el lamento, en la búsqueda de culpables y en la delegación a las autoridades para que resuelvan las crisis.
San Juan Bautista es directo, no nos deja indiferentes o pasivos. Cada uno está invitado a compartir sus bienes, consciente de que se puede vivir de una manera más sobria o sin tantas comodidades. Para ello, es necesario pensar, por ejemplo, en los jóvenes que han perdido el sentido de la vida. Es hora de compartir no solo el pan y el vestido, sino también la esperanza y la alegría.
En la primera lectura (Cfr. Dt 6, 2-6), se nos recuerda que el primer mandamiento consiste en amar a Dios con todo el corazón, toda el alma y con todas las fuerzas.
En el Evangelio (Cfr. Mc 12, 28b-34), Jesús nos indica que el primer mandamiento es amar a Dios con toda el alma, la mente y con todo el ser, e, inmediatamente, añade que hay un segundo mandamiento: amar al prójimo como a sí mismo. Ante esta respuesta, el escriba le da la razón y señala que estos mandamientos valen más que “todos los holocaustos y sacrificios”.
El amor a Dios y el amor al prójimo como a sí mismo, para el cristiano, son necesarios y, a la vez, inseparables. Ser necesarios significa que el amor, en esta doble relación, no puede ni debe prescindirse en la vida ordinaria; más aún, el amor se transforma en el signo distintivo o en la carta de presentación del cristiano ante los demás.
Estos dos mandamientos, de la misma forma, son inseparables, es decir, son como las dos caras de una medalla. Esta es la razón por la cual quien ama a Dios está invitado a amar a los demás y a sí mismo; y, viceversa, quien ama al prójimo y a sí mismo está llamado a amar a Dios. Si no lo hacemos, corremos el riesgo de quedarnos en medio camino y, por lo tanto, de caer o en un espiritualismo desencarnado (solo Dios) o en un humanismo sin trascendencia (solo el ser humano).
Jesús jamás desprecia a ninguna mujer ni le asigna una función secundaria o subordinada al varón; mucho menos, le considera fuente de pecado; todo lo contrario, les ayuda, se deja querer y atender por ellas y recorre los caminos en su compañía. Veamos unos ejemplos.
La viuda
En Israel de entonces, la viuda socialmente no existe, es un ser débil y sin apoyo; y si pierde a su hijo único, el desamparo es mayor, con el agravante de ser considerada un castigo de Dios. Jesús, ante esta situación, siente compasión, le devuelve su hijo y acaba con su desamparo. (Cfr. Lc. 7, 11-17)
La impura
Una mujer considerada impura se acerca a Jesús. Su dolor le habla al corazón y él no permanece indiferente. No es posible que se considere más a los animales que a una mujer. Si hay un día en que se debe romper los yugos, es justamente el sábado, en el que se glorifica a Dios. (Cfr. Lc. 13, 1-17)
La pecadora
Una pecadora se acerca a Jesús y le da muestras de amor. Le moja con sus lágrimas, besa sus pies y con sus cabellos los seca. Los varones píos y puros reaccionan burlescamente. (Lc. 7, 36-50). Jesús se deja querer por ella, no le preocupa ser malinterpretado; lo importante es que goce de la paz y del perdón de Dios.
Aprendamos de Jesús a valorar a la mujer por encima de su condición social, económica o moral.
El domingo de ramos, meditamos en la pasión y muerte de Jesús en la cruz.
Los que pasan junto al crucificado se burlan de él diciendo: “Si eres Hijo de Dios, bájate de la cruz”. Jesús les responde con un profundo silencio. Este hecho nos lleva a preguntarnos: ¿es posible creer en un Dios crucificado?
Un "Dios crucificado" es absurdo para los sabios y un escándalo para los piadosos. El crucificado no tiene el rostro que las religiones atribuyen al Ser Supremo: el omnipotente, el majestuoso, el inmutable e impasible. Jesús es un Dios impotente, humillado, un Dios que sufre como nosotros el dolor, la angustia y la muerte.
Con la Cruz, nuestra fe se abre a una nueva comprensión de un Dios que se encarna en nuestro sufrimiento y que nos ama de un modo sorprendente. Ante el Crucificado comprendemos que Dios sufre con nosotros, que su vida está unida a nuestras lágrimas y desgracias y que, para encontrarnos con Él, debemos recorrer el camino de tantas personas que viven en el abandono o que son víctimas de tantas injusticias y desgracias.
¿Somos capaces de descubrir a Dios en la cruz o preferimos buscarle en la omnipotencia puesta al servicio de nuestros deseos y caprichos? En el Dios Crucificado ¿encontramos también a nuestros hermanos crucificados?
El episodio de Cesarea de Filipo ocupa un lugar central en el evangelio de Marcos. Jesús pregunta sus discípulos: "¿Quién dicen que soy yo?". Pedro le contesta: "Tú eres el Mesías".
Pero Jesús sabe que les falta aprender algo muy importante: que debe sufrir mucho. Pedro le lleva aparte para "increparlo" por lo absurdo de su enseñanza. Jesús le “reprende” con estas palabras duras: "Apártate de mí, Satanás. Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres". Luego, les dice: "El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga".
Seguir a Jesús no es obligatorio; es una decisión libre, pero él pone sus condiciones. No bastan las confesiones fáciles; hay que estar dispuestos a renunciar a los planes que se oponen al reino de Dios y a aceptar los sufrimientos que nos pueden venir si nos identificamos con su causa.
En nuestra sociedad, que fomenta el bienestar a cualquier precio y trata de ocultar y eliminar el sufrimiento, no es fácil vivir los valores del Reino, como la verdad, la solidaridad, la honestidad, la justicia y la paz; quien lo intente, será perseguido, incomprendido, difamado y calumniado. ¡He aquí las cruces que las debemos llevar con dignidad y valentía!