Con frecuencia, nos preguntamos: ¿cómo es el amor de Dios? Las personas que lo han experimentado nos dicen que es eterno. Esto significa que su amor por cada uno de nosotros está por encima del espacio y el tiempo; o que nuestras vidas han estado en su mente y corazón desde antes de nuestro nacimiento. Cada persona es la realización de su sueño o proyecto de amor.
Esta conciencia de sabernos y sentirnos amados por Dios desde la eternidad nos libera de todo sentimiento negativo de soledad o vacío existencial, como también nos da la fuerza para superar toda forma de discriminación o rechazo que podamos experimentar por nuestra condición cultural, social, económica o religiosa. Nuestras vidas están por encima de todas estas circunstancias.
Es muy triste y hasta cruel escuchar a muchas personas que hablan de los hijos no deseados o no planificados. Con esta manera pensar, se les condena de antemano a morir en el vientre de sus madres; o, si nacen, a ser tratados como un obstáculo o un intruso que pone en peligro su vida personal, familiar, social o profesional. Para Dios, en cambio, toda vida es deseada y planificada desde toda la eternidad. Por este motivo, ninguna vida se pierde, aunque muchos piensen que se trata de unas cuantas células unidas al azar.
Juan el Bautista representa, de alguna manera, el esfuerzo de los hombres por purificarnos y comenzar una vida más digna.
Con frecuencia, decimos: tengo que cambiar esta situación, voy a mejorar de conducta o quiero volver al buen camino. Este deseo es noble y digno de reconocimiento pero no es suficiente. Por experiencia propia sabemos que nos esforzamos por corregir errores o hacer mejor las cosas, pero, poco a poco nos invade la rutina y el desánimo, y lo abandonamos. San Juan Bautista conoce esta realidad y por eso dice que solo bautiza con agua, pero que viene otro más fuerte y que bautizará con el Espíritu Santo y con fuego.
El bautismo de Jesús supera al de Juan Bautista. Con su presencia, el cielo se abre no para descargar la ira divina, sino para regalarnos a su hijo amado. Del cielo abierto sólo brota amor, paz y confianza.
Las palabras dirigidas a Jesús también son para nosotros. El cielo abierto nos invita a experimentarnos como hijos muy amados por Dios y por las personas que nos rodean. Esta conciencia despierta lo mejor que hay en nuestro corazón, como la capacidad para amar y luchar.
El bautismo de Jesús, por consiguiente, marca una nueva forma de relacionarnos con Dios y con los demás: como hijos muy amados por el Padre y hermanos queridos por todos.
Jesús pregunta a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?”; y, luego a ellos: “y ustedes ¿quién dicen que soy yo?”. (Cfr. Mt 16, 13-17).
Para la gente, Jesús es uno de los profetas: Juan Bautista, Elías o Jeremías. Para los discípulos, en cambio, es “el Mesías, el Hijo de Dios vivo”, tal como lo confiesa Pedro en nombre de ellos.
Jesús también hoy nos interroga: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Para muchos, Jesús es una doctrina, una energía, un sentimiento, un líder social, un personaje mítico o un gran maestro espiritual, entre otras ideas.
Pero Jesús no se contenta con lo que los otros piensan de él; quiere saber nuestra posición. Por eso nos interroga: y “ustedes ¿quién dicen que soy?”.
No se trata de repetir conceptos aprendidos en la catequesis o en la familia, sino de responderle desde la vida diaria. Por eso deberíamos preguntarnos: ¿quién es Jesús en el hogar, en el trabajo, en el estudio, en la calle, en el estadio? ¿Quién es Jesús cuando todo va bien o el fracaso nos sale al encuentro? ¿Quién es Jesús en la salud y en la enfermedad? ¿Quién es Jesús en la alegría y en la tristeza? Jesús espera una respuesta personal de nuestra parte.
Jesús, cansado del camino, se sienta junto al manantial de Jacob. Una mujer samaritana llega a sacar agua. De una manera espontánea, inicia el diálogo pidiéndola que le diera de beber. Ella se sorprende porque no era habitual que lo hiciera alguien diferente de su pueblo. Jesús la desconcierta mucho más al decirla: “si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, sin duda tú misma me pedirías a mí, y yo te daría agua viva”.
Muchas personas, en estos años, se han alejado de Dios sin darse cuenta de lo que está pasando en su interior. Dios les es extraño y hasta lejano, como una parte de su etapa infantil, incluso que les causa miedo o malestar.
¿Qué hacer? No hay que buscar pruebas científicas para demostrar su existencia, como si fuera objeto de laboratorio, ni tampoco solo entender y defender los dogmas religiosos. Lo más prudente es volver a Jesús para que, de una manera sencilla y confiada, nos conduzca hasta su Padre que nos acoge con un corazón grande y nos libera de nuestras mediocridades, errores y egoísmos.
Jesús es el Don de Dios Padre que nos ayuda a conocerle y a experimentar su amor gratuito e incondicional por encima de las diferencias étnicas, sociales y religiosas.
San Juan Bautista, el profeta del desierto, dice que es necesario prepararse para acoger al Mesías; y algunas personas le preguntan: ¿Qué podemos hacer? No les propone añadir nuevas prácticas religiosas ni que vayan al desierto a hacer penitencia. Les presenta un camino muy concreto y práctico: mirar a los necesitados: "Quien tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene ninguna, y quien tenga comida, que haga lo mismo"; y a los soldados les pide que no extorsionen ni comentan injusticias.
¿Qué podemos hacer para acoger a Cristo, el Mesías? Lo primero, conocer mejor lo que está pasando en las familias y en la sociedad. Luego, comprometernos en la solución de sus problemas, pero de una manera práctica. La gran tentación es quedarnos en el lamento, en la búsqueda de culpables y en la delegación a las autoridades para que resuelvan las crisis.
San Juan Bautista es directo, no nos deja indiferentes o pasivos. Cada uno está invitado a compartir sus bienes, consciente de que se puede vivir de una manera más sobria o sin tantas comodidades. Para ello, es necesario pensar, por ejemplo, en los jóvenes que han perdido el sentido de la vida. Es hora de compartir no solo el pan y el vestido, sino también la esperanza y la alegría.