San Juan Bautista, el profeta del desierto, dice que es necesario prepararse para acoger al Mesías; y algunas personas le preguntan: ¿Qué podemos hacer? No les propone añadir nuevas prácticas religiosas ni que vayan al desierto a hacer penitencia. Les presenta un camino muy concreto y práctico: mirar a los necesitados: "Quien tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene ninguna, y quien tenga comida, que haga lo mismo"; y a los soldados les pide que no extorsionen ni comentan injusticias.
¿Qué podemos hacer para acoger a Cristo, el Mesías? Lo primero, conocer mejor lo que está pasando en las familias y en la sociedad. Luego, comprometernos en la solución de sus problemas, pero de una manera práctica. La gran tentación es quedarnos en el lamento, en la búsqueda de culpables y en la delegación a las autoridades para que resuelvan las crisis.
San Juan Bautista es directo, no nos deja indiferentes o pasivos. Cada uno está invitado a compartir sus bienes, consciente de que se puede vivir de una manera más sobria o sin tantas comodidades. Para ello, es necesario pensar, por ejemplo, en los jóvenes que han perdido el sentido de la vida. Es hora de compartir no solo el pan y el vestido, sino también la esperanza y la alegría.
Desde los primeros cristianos hasta el día de hoy, Juan el Bautista nos urge a preparar caminos para encontrarnos y acoger a Jesús entre nosotros.
San Lucas, a la luz del profeta Isaías, nos invita una vez más a preparar “el camino del Señor”. Pero ¿cómo abrir nuevos caminos para que los hombres y mujeres de nuestro tiempo se encuentren con Jesús, tanto personal como comunitariamente?
Lo primero es el contacto personal con Jesús. No es suficiente conocer su doctrina religiosa. En este encuentro, lo que atrae es su estilo de vida y lo que contagia es su pasión por Dios y por los seres humanos.
Pero no basta el encuentro personal, es necesaria una experiencia de fe junto con los hermanos y en medio de las realidades familiares y sociales. Es en la comunidad o en la iglesia donde celebramos con gozo su presencia y nos comprometemos con los más vulnerables.
El contacto personal y comunitario con Jesús, además, nos ayuda a comprender que la vida cristiana no es una obligación o un deber externo, sino una expresión de amor a alguien concreto, lo cual nos llena de paz, de alegría, de verdad y de esperanza.
El episodio de Cesarea de Filipo ocupa un lugar central en el evangelio de Marcos. Jesús pregunta sus discípulos: "¿Quién dicen que soy yo?". Pedro le contesta: "Tú eres el Mesías".
Pero Jesús sabe que les falta aprender algo muy importante: que debe sufrir mucho. Pedro le lleva aparte para "increparlo" por lo absurdo de su enseñanza. Jesús le “reprende” con estas palabras duras: "Apártate de mí, Satanás. Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres". Luego, les dice: "El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga".
Seguir a Jesús no es obligatorio; es una decisión libre, pero él pone sus condiciones. No bastan las confesiones fáciles; hay que estar dispuestos a renunciar a los planes que se oponen al reino de Dios y a aceptar los sufrimientos que nos pueden venir si nos identificamos con su causa.
En nuestra sociedad, que fomenta el bienestar a cualquier precio y trata de ocultar y eliminar el sufrimiento, no es fácil vivir los valores del Reino, como la verdad, la solidaridad, la honestidad, la justicia y la paz; quien lo intente, será perseguido, incomprendido, difamado y calumniado. ¡He aquí las cruces que las debemos llevar con dignidad y valentía!
La multitud está entusiasmada por haber sido alimentada gratuitamente. Pero Jesús les sorprende y desconcierta al decirles: "esfuércense no por conseguir el alimento transitorio, sino por el permanente, el que da la vida eterna". La gente, curiosamente, al escuchar estas palabras, le responde desde el fondo de su corazón: "Señor, danos siempre de ese pan".
Jesús nos invita, así, a no quedarnos únicamente en la comida de cada día, sino a pensar y a vivir desde el pan de vida eterna, que nos ofrece, de una manera muy especial, en cada Eucaristía, cuya fuerza nos sostiene en toda circunstancia de nuestro diario caminar.
Si bien el pan cotidiano es indispensable para vivir; sin embargo, no lo es todo en la existencia; es necesario buscar otro pan que sacie el hambre del corazón y de la mente, como el del amor, de dignidad, de justicia, de libertad, de paz, de verdad.
Jesús, por su parte, se presenta como el Pan que viene del Padre para darnos la vida eterna que ya comienza en esta tierra y trasciende en la muerte. La vida eterna que nos ofrece Jesús, de este modo, se transforma en la razón fundamental para afrontar y superar todas las dificultades cotidianas y también para dar sentido y plenitud a los grandes o pequeños gestos de bondad y generosidad.
Estamos celebrando la fiesta del Corpus Christi o del Cuerpo de Cristo. Una fiesta que nos invita a reflexionar sobre la grandeza del Don que Jesús ofrece tanto a su Padre (sacrificio) como a cada uno de sus seguidores (comunión).
La Eucaristía, como sacrificio, es la máxima expresión de su entrega sin condiciones al Padre; y, como comunión, es el alimento por excelencia que se ofrece a todas las personas.
Cada vez que nos acercamos al banquete eucarístico, por lo mismo, recibimos a Jesús. Esta conciencia nos compromete a guardar respeto y silencio, para captar mejor la profundidad de su misterio, en un ambiente de amor y confianza.
La comunión nos pone también en contacto con las otras personas; pues es el mismo Pan y la misma Sangre de Cristo los que unen como miembros de un único cuerpo, la Iglesia. La Eucaristía, de este modo, crea comunidad, en donde podamos vivir relaciones de cercanía y confianza, con lo cual desaparecen los prejuicios y miedos. En otros términos, la Eucaristía nos hace más hermanos, capaces de respetar las diferencias culturales o formas de pensar, sentir y obrar de cada persona y grupo.
La comunión, por tanto, no es un rito más, sino un auténtico encuentro personal con Cristo y con los hermanos. He aquí la fiesta del Corpus Christi.